Hugo Martoccia
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“Antes no teníamos temporada baja”. Son las seis de la tarde de un viernes de mayo en Tulum. En el roof del restaurante Los Brócolis de la zona hotelera, el barman espera a los turistas y suelta la frase con una suerte de nostalgia o de preocupación.
Hay oferta de tragos 2×1, una música lounge sirve de ambientación, y en unos pocos minutos habrá una banda en vivo. Pero el lugar es, en sí mismo, la mejor propuesta. Una terraza de madera tres pisos arriba del suelo. De un lado, se observa el mar azul e imponente. Del otro, una vasta selva que le dará marco a la caída del sol.
Dos postales invaluables de una historia de éxito turístico con pocos precedentes. En ese pequeño espacio de lugar y tiempo está todo lo que significa Tulum: un paraíso que se explotó como si fuese inagotable, y que ahora enfrenta a todas sus amenazas juntas.
Hasta el Mar Caribe, que fue la razón de todo esto, ha devenido en amenaza. Oleadas de sargazo estropean la postal eterna de sol y playa. Del otro lado, la selva, la incesante selva, tiene casi trazado el mapa de un desarrollo urbano que no parece contemplar la fragilidad del ecosistema.
El barman gira la cabeza alternativamente, y en ese movimiento puede ver los dos grandes peligros: el sargazo y el desarrollo urbano descontrolado. “Antes estaba lleno a esta hora”, dice, como si los efectos de esas amenazas ya estuvieran ahí, cuantificables en personas y en tragos.
Con el paso de las horas, la gente llegará y le dará vida al lugar. El bar es una pequeña isla de prosperidad en esa zona de la franja hotelera, en medio de una temporada baja de inédito rigor. Tulum no había sabido, fuera de alguna catástrofe, de que sus hoteles tuvieran más de la mitad de sus habitaciones vacías.
La tarifa, a esta altura, se ofrece al menos con más de un 20% de descuento. Y no será, seguramente, el precio final.
Desde las 7 de la mañana empieza la lucha desigual contra el sargazo. Dos, tres, cuatro jóvenes, con una pala en mano, o una suerte de azada, juntan el alga y la sacan del agua. Pero el mar es implacable. La cantidad de sargazo empequeñece cualquier esfuerzo humano. Antes de las 10 de la mañana, los trabajadores van a dejar la tarea, desanimados, cansados y derrotados. Es una tarea inútil, y el esfuerzo parece apenas la última barrera antes de la claudicación.
Para un hotel pequeño, el costo de sacar ese sargazo es inviable. No hay manos que puedan con esas cantidad; y no hay cómo sacarlo de la playa ni donde ponerlo. Sólo les queda adecuarse a un escenario que no esperaban.
“Trabajé en otros lados y volví, este es el mejor lugar del mundo”, dice la recepcionista de un pequeño hotel costero. “Lastima el sargazo…pero bueno, hay en todas partes”, agrega. El hotel es la playa, unas pocas cabañas austeras, un restaurante, y poco más. La tarifa augura un paraíso que, en estos días de mayo, no es tal.
Hay un desencanto lógico en los turistas. Para un hotel que hace de su relación con la playa y el mar prácticamente todo su fuerte, el sargazo es mucho más que un problema: es casi la redefinición del negocio. No hay valor agregado que pueda con ello; ni la comida ni el trato ni las habitaciones ni el entorno ni las ruinas ni los cenotes. El sargazo es, sin vueltas, una crisis inestable, que a veces da algún respiro, pero que está ahí, latente y amenazante.
La oferta de paz y tranquilidad, o de conexión con otro tipo de fuerzas del Universo, tan asidua en Tulum, también sufre. Para los que practican algún tipo de comunicación con las energías del Universo, la impertinencia del sargazo es casi intolerable.
Esos cultores de las Fuerzas Naturales no requieren de la prueba de la concatenación de causas y efectos; para ellos, el sargazo es la respuesta del planeta a nuestros errores.
“Hemos jugado mucho con la Tierra, la hemos agredido, y ahora nos está castigando”, dice un argentino, cincuentón, cabello largo, acento inconfundible. Su compañera, a un lado, asiente con un gesto resignado.
Y quizá un poco de razón pueden tener. Parado allí, frente a la playa, el alga tiene la prepotencia y la justificación de una plaga bíblica.
El Beach Club Tatoo es otra isla de prosperidad en medio de un momento complejo. Una recepcionista extranjera dice que la alberca, la música, y los grupos de visitantes mantienen activo el lugar a pesar del sargazo.
Este fin de semana hay tres grupos de mujeres festejando diferentes despedidas de soltera. La algarabía etílica y algo cinematográfica, disimula la presencia del gran enemigo. Apenas hay un grupo mínimo sobre los camastros de la playa. Los demás están en la alberca. La música está en un volumen lo suficientemente alto para que todo lo que tenga que ver con el mar desaparezca.
Más allá de las puertas de ese club, hay poco para ver. Los restaurantes lucen, al mediodía, y hasta bien entrada la tarde, vacíos. En un tramo de la franja hotelera, ya a esa hora, el olor del sargazo que ha quedado en la playa es nauseabundo.
El aburrimiento permite concentraste en otras cosas. Por ejemplo observar que Tulum tiene, quizá, algo que Cancún no tuvo nunca: el atrevimiento del diseño. Se construye con madera, se arriesga en las formas y los colores, y muchas veces el resultado es realmente interesante.
Pero en los techos, en las entrañas de esa mini ciudad caótica que se ha creado a orillas del mar, se pueden también ver los jirones de ese diseño. Los tinacos, los termotanques, los cables, algunos generadores solares; todo está ahí, mal disimulado, mostrando un desorden que uno imagina no ha de tener demasiado sustento administrativo ni legal.
“Sigue viniendo la gente, pero no es la misma gente”. La noche ya cayó y el taxista propone su versión de lo que pasa en Tulum. “El que viene y pasa unos días con el sargazo no vuelve más; no sé cómo terminará esto”, explica.
La noche de Tulum es atractiva, glamorosa. Una parte de la franja hotelera, allí donde se asientan los lugares más convocantes, se transforma. Ese turismo descontracturado, ligeramente bohemio; el de las bicicletas y la conexión con la naturaleza, se transforma en otra cosa, o quizá simplemente desaparece y le cede su lugar a otros.
Cientos de norteamericanos y europeos se pasean por esos 300 o 400 metros donde parece concentrarse toda la fiesta. El restaurante Rosanegra, y el Gitano, son quizá el atractivo principal. Hay todo lo que hace falta para una noche única: cuerpos perfectos, tragos exóticos, tarjetas de crédito sin límite, y la intención de pasarla bien.
“Couc”. Ofrece un muchacho en la calle a todos los que se cruzan. Más allá y más acá, otros muchachos ofrecen lo mismo. Sorprende que la presencia policial es casi nula. A veces parece una tierra de nadie pactada entre todos.
A pesar del glamour, los problemas del Tulum “real” está ahí, vivos y presentes. Un taxista, enojado porque no pudo ejercer alguna de sus variadas prepotencias, decide quedarse en medio de la calle y atascar el tránsito. Nadie lo puede sacar de allí, hasta que decide por sí mismo que el castigo hacia la sociedad ya es suficiente.
Esa anarquía total es la que traen las noticias de más allá, de la ciudad real, que hablan de enfrentamientos latentes de taxis y mototaxis, de robos, de violencia, y de un municipio que ingresa a su edad adulta con demasiados desafíos en frente.
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